La venganza se sirve siempre en plato frío. Y nunca mejor dicho. Había
comprado las navajas que sabía que tanto le gustaban. Preparó su plato
preferido y un postre que reclamaba un catador experto finado en estos
deleites. Disfrutaron de la comida juntos, conversando y tomando vino. Elsa
quería que él disfrutara. Masajeó su espalda largo tiempo, acarició su rostro
con suavidad y ternura, besó su cara y culminó su plan. Durmieron largamente
escuchando a Miles Davis y su Ascensor para el cadalso, dejando que
la brisa de mayo y la noche les atrapara. Ding Dang. Llamaron a la puerta.
Eran las 4 de la tarde. Lo invitó a que se fuera de su casa. Alguien
iba a sustituir su presencia. Se despidió de él sabiendo que jamás volvería a
verlo, pero sabiendo también que dejaba en él el ansia de una posible felicidad
juntos, ansia de saber que ella podía ser una esclava egipcia para él. Había
urdido este plan durante semanas, cansada de ser un segundo plato para él.
Ahora ella lo miraba satisfecha de ver su desconcierto. Satisfecha de ver cómo
los ojos de él denotaban amparo y, sin embargo, ella estaba segura de que ya no
lo necesitaría, segura de que las navajas engullidas con tanto placer le habían
helado su estómago y su corazón. Y que el ascensor lo descendería al cadalso de la soledad.