domingo, 4 de mayo de 2014

ELSA




Se sentaba justo en frente de él. Pedía siempre un café con leche, con azúcar moreno. Sabia de ella poco y lo sabía todo. Oía sus conversaciones. Conversaciones triviales, y sin embargo, sus ojos denotaban  cierta atractiva melancolía. A veces, se imaginaba una vida con ella, pero pronto borraba de su mente ese deseo. Ella no era el tipo de mujer con el que él mantenía algún tipo de cercanía. Ni siquiera le gustaba, sólo le atraía su agradable disposición hacia la melancolía. No era tristeza, más bien era un sentimiento de quietud. Ella parecía el tipo de persona que estaría dispuesta a hacerle feliz, como si hubiera nacido con ese único propósito. Era un sentimiento egoísta por su parte. A él no le interesaba hacerla feliz, más aún pensaba que ella sería feliz haciéndole feliz a él. Un día oyó su nombre: Elsa. Le gustaba ese nombre. La hacía menos anodina. Así que quiso probar una cercanía con ella, pero le daba miedo perder aquel halo que los envolvía a los dos. Fueron dos palabras: ¿Tienes hora?
Había rebasado la línea de los sueños. Sintió apesadumbrado el peso del tiempo en un instante. Ni siquiera Elsa era su mujer. Nadie lo era. Vivía consigo mismo.
Volvió a ir cada mañana a esa cafetería durante mucho tiempo, pero ya no le gustaba mirarla. Ella, ajena a la tristeza que había proporcionado, seguía hablando de trivialidades  y sus ojos ya no eran tan expresivos. Un día, Elsa no apareció. Y nunca más lo hizo. Y aquella oportunidad se esfumó. Aquella posibilidad nunca llegó a darse una oportunidad. Nunca llegaron a besarse. Nunca llegaron  a mirarse.

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